miércoles, 27 de agosto de 2014

Una experiencia inusual.



Playa Riohacha.Foto:Patricia Rincón
El abrupto aterrizaje después de un vuelo tranquilo anunciaba lo que sería una experiencia abrumadora en mi día de trabajo, sin que fuese una tragedia, sino un tocar de los sentidos. El avión comenzó a moverse como si estuviera convulsionando, tanto así que a través de la nave se sentía la fuerza del piloto tratando de contener las alas que abatía el viento y las llantas que chocaban contra una pista algo agrietada.
 

Las puertas del avión se abrieron y como estaba cerca de la salida rápidamente pude sentir el olor a mar que llegaba en el aire y al salir sentí el tibio clima de la pequeña ciudad de Riohacha. Bajé tranquila y me encontré con mi compañera de viaje quien venía 20 filas más adelante que yo y había descendido por la parte delantera del avión. Caminamos por un aeropuerto en remodelación hasta llegar a la calle donde nos esperaba Diana, una guardia del INPEC con una grandiosa sonrisa.

Abordamos el auto que nos llevaría hasta el hotel, o por lo menos eso pensaba yo. Cuando de repente Diana dice: cuando lleguemos al penal pueden dejar sus bolsos en el carro. ¿Penal? Pensé. ¿Cómo así? Yo no vengo para el penal. Y la angustia comenzó a apoderarse de mi mente y los pensamientos como ráfagas iban y venían rápidamente. Yo no voy a ir al penal, nunca he estado en una cárcel, ¿qué voy hacer allá? ¿Por qué tengo que ir? Pero mientras mi mente trabajaba a millón, mi corazón veía la maravillosa sonrisa de Diana quién aparentemente se veía feliz con mi llegada y tenía una mirada de ilusión de que por fin alguien podría ofrecer una solución a los problemas generados en su ambiente laboral. Así que de manera calmada y pausada conteste: sí claro y luego de visitar el centro penitenciario, te agradecería mucho, Diana, si por favor nos puedes acercar a un hotel, yo no conozco la ciudad y me agradaría mucho tu consejo.

Luego de cinco minutos llegamos a la orilla del mar y allí frente a la inmensidad del océano se levantaba el pequeño edificio de dos pisos que era el centro de reclusión. La puerta era metálica color azul, por una pequeña ventanilla se asomaron los ojos de un guardia que, luego de ver a Diana, abrió sin preguntar nada. Al abrirse la pesada puerta entramos en una sala donde una de las paredes era una gran reja. A mano derecha había una mesita de cemento en donde se ponían los bolsos, al lado de la mesa un marco que daba paso a una cafetería con dos neveras, tres sillas y una gran ventana cubierta por varillas verticales pero que tenía vista al mar y dejaba entrar el aire fresco.

Puse mi bolso en la mesa y vino a mi cabeza el mito de las requisas carcelarias y creo que no pude ocultar en mi voz la angustia cuando pregunté "¿me van a requisar?" porque Diana me contestó; cálmese doctora el sistema penitenciario se ha humanizado, pero de todos modos la requiso yo para que esté tranquila.

Luego se abrió la reja que  hacía de pared y pasamos a un hall de 5x3 mts que daba paso a los diferentes patios y al área administrativa. Allí sentías el olor del mar y el calor que se filtraba por todas las rendijas del viejo edificio y no tenía como salir por falta de ventilación. El aire dentro de la cárcel olía a mar, a sal, a algas, a humedad, a dolor y a tristeza. En las humildes oficinas administrativas del segundo piso dejamos los bolsos y los celulares. Luego iniciamos el recorrido. Bajamos, pasamos el escáner, y nos detuvimos frente a otra reja que cubría una puerta que daba a tres patios y que estaba seguida por otra reja igual a solo dos metros.

Mientras abrían la reja, el corazón me latía a 110 por minuto, habían vuelto las arritmias de hace dos semanas. Mis ojos veían las rejas unas tras otras en un corredor que tenía puertas con rejas a los diferentes patios, que a su vez tenían pequeñas puertas, también con rejas, de las que salían piernas y brazos de hombres. Y el miedo volvió. La imaginación comenzó a jugarme una mala pasada y pensaba que sí había una revuelta y yo estaba adentro que sería de mí. La reja se abrió y me distrajo de mis fatídicos pensamientos.

Al pasar la primera reja escuche los chiflidos a modo de piropos y pensé, cómo se me ocurre venir en falda a un penal, ahh verdad, me corregí, yo no sabía que venía para acá. Entre las dos rejas del corredor, en un espacio de 2x2 estaba la entrada a un patio. A la derecha del patio había una pared y a la izquierda pequeños calabozos del tamaño de tres módulos de baños públicos.

En cada calabozo había unos 10 hombres, sentados, de pie, sin camas, con colchonetas viejas, sin ventilación, sin camisetas, unos encima de otros, algunos con los brazos tatuados y otros con collares y pulseras religiosas. No puede mirarlos a la cara, y debo admitir que temía que vieran en la mía la felicidad de la libertad, temía que envidiaran mi posibilidad de salir de allí. De ese lugar viejo, estrecho, sin espacio para dar un paso o levantar un brazo sin empujar a tu compañero de condena, de ese lugar donde el calor apremia y te quitas la ropa para que no te incomode pero entonces sientes en tu piel el sudor de tu compañero.

Salimos del patio y pasamos la segunda reja del corredor hacia otro patio. Me adentraba en el penal y se habían cerrado a mis espaldas tres rejas con grandes candados, nunca había entendido lo que podía sentir alguien que sufre de claustrofobia hasta ese día. Cuando la tercera reja se cerró entró un suave aire que traía el olor de las algas marinas mezclado con el sudor, la ropa húmeda, el óxido de las rejas y el polvo de las paredes. Pero mi sensación fue que entraba un huracán, cargado de tierra, trozos de madera, agua y me levantaba del piso y las cosas me golpeaban, pero no el cuerpo sino el alma.

En el siguiente patio el hacinamiento era más evidente, era un lugar con capacidad para 35 personas pero había 160. Allí, luego del huracán que me había sacudido, pude mirarlos a los ojos, porque se había borrado de mi semblante el brillo de la libertad y ahora mi mirada era ocupada por la compasión. No el pesar o la lástima. Porque entendía la condición de esos hombres que habían violado la ley y habían agredido a otros. Sino por la necesidad de valorar y dignificar la condición del ser humano, que en este caso era realmente cumplir con mi humanidad.

Mientras veía los rostros del hacinamiento, buscaba en sus miradas el deje de maldad que los habría llevado allí. En algunos ojos descubrí indiferencia, en otros abandono y falta de oportunidades, en varios ironía, en algunos culpa, en no pocos maldad, dolor y en otros tantos la nada. Vacío. Silencio.

Las miradas vacías, especialmente la mirada profunda de los adultos mayores, me llevaron a preguntarle a Diana ¿Por qué están acá estos hombres? ¿Cuáles son los delitos más comunes? a lo que respondió: acceso carnal abusivo, homicidio, robo y acceso carnal con menores de edad. El miedo volvió nuevamente pero esta vez mezclado con la rabia. Algunas veces consideré la pena de muerte para quienes abusan de menores, pero ya no era tan fácil pensar en ello cuando el abusador tenía un rostro y este era el de un abuelo. Pero luego vino a mi mente la imagen de un niño abusado y entré en confusión, definitivamente no es un debate fácil y que no iba a resolver en ese lugar con una mezcla de sentimientos.

Luego pasamos al último patio, para ello dejamos atrás el corredor con las tres rejas y los tres patios. Salimos y volvimos al pequeño hall para tomar por un pasillo a mano izquierda. Al fondo detrás de una reja vi un par de mujeres en el piso. Lo cual me sorprendió porque era un penal masculino. Ellas estaban allí de paso. Venían de una cárcel femenina de una de las ciudades vecinas, pero como su proceso judicial se llevaba en Riohacha las trasladaban para que pudieran atender la diligencia. Así que, como no había donde dejarlas, porque en Riohacha no hay cárceles de mujeres, ellas pasaban los 3 días que se demora el procedimiento en un pequeño espacio entre la reja del corredor y el siguiente patio, sentadas en una colchoneta de más o menos 2 centímetros de espesor y cuyo forro estaba roto dejando ver que la espuma por dentro estaba vieja y muy usada.

Terminamos el recorrido en el segundo piso, allí en una habitación con camarotes estaba el espacio del cuerpo de guardia, también hacinados. Había cuatro camarotes rodeando la habitación, cuyo ancho era del tamaño de un camarote y el largo de un poco más del tamaño de dos, esto era fácil de medir por que los camarotes estaban pegados a la pared y en el poco espacio que quedaba había una mesita con un viejo TV. Finalmente pasamos a la terraza, en ella había dos garitas con dotaciones precarias y una reja destartalada, oxidada y rota, a punto de caer sobre uno de los patios que visitamos.

En aquel penal no había espacio para vistas conyugales, visitas de niños y mucho menos para resocializacion, educación o reflexión. Era todo un suplicio.

Al salir de allí, en mi cabeza solo trataba de resolver la ecuación para ayudar a buscar una salida, llamé a mis compañeros de viaje y entre todos tratamos de buscar opciones, pero las opciones reales en corto plazo no asomaban.  Luego de trabajar, cansados nos fuimos a nuestros hoteles y debo confesar que aquella noche al dormir el pecho me oprimía y me dolía. Termine el día con el espíritu cansado.

Al siguiente día, trabajamos e hicimos un plan para ayudar. Algunas cosas se podrán hacer en los próximos dos meses y luego se tendrá una nueva cárcel en el largo plazo, en unos tres años. De regreso, camino al aeropuerto, viajé con el jefe de la guardia penitenciaria y le conté como me había impactado la experiencia, a lo que cortadamente dijo: usted no es la primera que se conmueve, todos los que viene sienten lo mismo, pero luego, en la gran ciudad, en sus trabajos y cómodas vidas se olvidan de esta realidad.

No se sí me dolió más el que tuviera razón, o el pensar en que yo como el resto también lo olvidaría. Por eso hoy lo escribo. Para recordarlo y no olvidarme que es necesario generar y promover una política de justicia integral en el país. Que vaya desde un modelo educativo, recreativo, deportivo y cultural con acceso para todos; generar más oportunidades laborales que permitan usar lo aprendido en el sistema educativo y así sacar a los jóvenes de las calles con opciones de una vida digna; una provisión de justicia con celeridad, porque de los 582 internos del penal de Riohacha solo 72 estaban condenados, los demás sindicados; y finalmente esa política integral debe ofrecer espacios adecuados de reclusión, con oportunidades de resocialización y de reincorporación a la sociedad.